#ElRincónDezalacaín: Los mercados de comida

Publicado en Los Periodistas

Ciertamente la visita a algunos mercados populares de la ciudad en el primer fin de semana del aventurero Zalacaín en su natal ciudad, le obligó a la reflexión del crecimiento de ausencia de la identidad gastronómica que por varias décadas ha ido permeando en el ánimo de los poblanos y en consecuencia ha generado una equívoca percepción de la grandeza de la cocina angelopolitana.

Con viejos amigos el aventurero había discutido epistolarmente sobre una asignatura pendiente para las autoridades en cuanto a políticas públicas se refiere y a la responsabilidad de los centros de enseñanza, sumada la crisis de las familias respecto a la identidad alimentaria de los habitantes.

El impacto de las nuevas y superficiales tendencias dejaba en ridículo el papel de la comida de la ciudad, de sus 486 años de historia, olvidada, escondida y hasta motivo de pena para algunos. Y eso, sin duda, pensaba Zalacaín, se debe a la crisis de los mercados de comida de la ciudad.

En siglos pasados los mercados ambulantes, aquellos colocados en las salidas de los templos, dieron lugar al contacto del productor y la marchanta, con el comprador; llegaron así los alimentos de la región fácilmente a los hogares, con ello además de ayudar a la economía regional, se procuraban las recetas locales, caseras, donde la convivencia de verduras, hortalizas y carnes de corral permitían conservar la tradición de una dieta basada en la sabia combinación de ingredientes para procurar salud al cuerpo según la temporada del año.

Con la Independencia, los huertos conventuales se extinguieron, luego serían revalorados al ser ocupados por los mercados populares emanados del porfirismo primero y de la revolución después.

Esos espacios fueron parte fundamental de la consolidación de una tradición del bien comer, de ver, oler, tocar, regatear, probar y comprar los alimentos frescos para llevarlos a la casa y preparar con ellos las recetas heredadas oralmente de las bisabuelas, de las abuelas o más cercanamente de la madre.

A principios del siglo pasado, producto de la modernización comercial de la ciudad, surgió el más grande e importante mercado de Puebla, La Victoria, ubicado en los predios anteriormente propiedad de los frailes dominicos, su espacio era el huerto de los hombres de dios, y fue destinado al expendio de mercancías perecederas y no perecederas para alimentar a la población en crecimiento.

Por varias décadas “La Victoria” fue una pequeña y útil central de abasto, llegó a su límite en la década de los 80 y sus locatarios fueron divididos, segregados o reacomodados en otros espacios conforme la demanda del crecimiento de la ciudad lo fue marcando.

Pero la fuerza de la gastronomía de aquel mercado se diluyó, se minimizó; desaparecieron las fondas populares, las marisquerías, cenadurías y antojerías donde miles de poblanos y turistas comían y probaban el sazón casero.

La fuerza política y la ambición de imagen se sumaron a la especulación y ante la ausencia de políticas públicas congruentes y el sello de la poblanidad, el espacio de La Victoria fue clausurado para entregarse a los despachos de arquitectos con una visión desapegada de la tradición culinaria de la Puebla de los Ángeles. La modernización, la escalera eléctrica, el fast food, la reutilización del espacio con fines de plaza comercial agringada, de “mall”, acabaron por dar un certero colapso al corazón de la comida poblana, un infarto silencioso y oculto, con graves consecuencias para la posteridad y al parecer, sin opción de rectificación.

El mercado de La Victoria se entregó en una forma jurídica de comodato a la Fundación Amparo para su mantenimiento, conservación y explotación económica y con ello se cerraron las puertas a los conceptos de mercado de comida popular.

Otras ciudades del país mantuvieron viva su esencia gracias a decisiones basadas en la identidad, ahí está Oaxaca por ejemplo.

Con el cierre de La Victoria se vinieron otras formas de alimentación popular, algunas también antiguas, respetables y loables, como el mercado de La Acocota, tal vez El Carmen, donde se alojaron varios locales de cemitas, y antes de ellos el Venustiano Carranza, hoy convertido más en oficinas burocráticas.

Hace unas décadas la única mujer en conseguir ser presidenta municipal, animada por alguna extraña recomendación, producto seguramente de proyectos más urbanísticos y no tanto gastronómicos, pretendió hacer un espacio para la gastronomía poblana, con un rotundo fracaso, la esencia de la comida poblana, la tradición, el motivo, el alma de la cocina, son aún asignaturas pendientes en una sociedad con orígenes en el 1531 y reducida hoy históricamente a un puñado de locales dedicados a la cocina en un escenario más del estilo “mall” del vecino país.

Los poblanos tienen hoy día un enorme vacío de un mercado de comida, de fondas, de cocineras con sabor casero, de comida tradicional, con un sello ausente por décadas, antes orgullo de la sociedad poblana, un mercado Gourmet.

Zalacaín pasó mentalmente aquellas escenas de las vendedoras de quesos, de pata de res en escabeche, de cecina y carne enchilada, de chiles en vinagre caseros, de crema, de las fondas donde el mole de zancarrón de los lunes era típico, donde los tacos placeros eran lo menos importante, y los desayunos completos incluían el atole de maíz, el champurrado, el tamal, los chilaquiles o la carne asada.

Las tortillas de mano, el pan de agua, la cemita recién horneada, el aguacate criollo, el caldo de gallina, el coctel de camarones, las campechanas, la barbacoa, los guisados en el menú conocido coloquialmente como “comida corrida”, esa donde se escribía curiosamente: “Sopa seca y sopa aguada, arroz con huevo estrellado o con mollejas de pollo, guisado del día, bisteces encebollados o molidos de metate….”, y además había postre, arroz con leche, gelatinas, natillas y “agua fresca”.

En fin, los poblanos de hoy, más animados a los centros comerciales, a las franquicias, han olvidado las raíces, la esencia, la costumbre, y eso se paga, se paga caro, pensó el aventurero.

Y como escribió el poeta José Receck Saade sobre la impronta de la gastronomía angelopolitana:

“Por ti mi verso se aroma Puebla en cocina trocada,

con el dulce picadillo de los chiles en nogada”.


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