Nopales, rábanos y poesía




El Rincón de Zalacaín


Jesús Manuel Hernández





Ni duda cabe, la ciudad de Puebla conserva un clima extraordinario, las estaciones del año poca diferencia tienen y eso le da los angelopolitanos una posibilidad de alimentación equilibrada. La carencia de climas extremos no obliga a mantener dietas abundantes en grasas; igualmente el Verano es apenas una prolongación de la Primavera, no como en Europa, y los alimentos frescos, asados o al vapor son sin duda privilegiados.





Zalacaín acostumbraba en el pasado un descanso en su alimentación después de diciembre, las cenas de fin de año, los brindis, los excesos -pensaba- obligaban a su cuerpo a bajar el ritmo a darle reposo y aumentar la ingesta de verduras.










Por eso regresar a Puebla después de su estancia en Madrid le compensaba mucho en cuanto a la comida ligera, pero siempre dejaba un hueco en el estómago para "llegarle" decía él a los guisos contemporáneos de la ciudad barroca no sólo en su arquitectura también en la complejidad de elaboración de los antiguos guisos caseros producto de la inmensa conciliación de productos, recetas, técnicas, aromas, sabores de los pueblos mesoamericanos y la mezcla llegada del Viejo Continente no menos influenciado por una pléyade de sincretismos desde la raíces ibéricas hasta la influencia romana, etrusca, árabe, africana, entre otras.





El calor sin duda provoca necesidad de líquidos, los poblanos de antes bebían una infinidad de aguas hoy llamadas frescas, derivadas de las frutas de temporada. Con la llegada del Melón en el siglo XVIII a la zona de Izúcar de Matamoros también apareció la adaptación de la "Horchata poblana" hecha precisamente de la pepita, semilla, del melón.





Lugar especial ocupó en las mesas angelopolitanas el concepto de "ensalada" no siempre definido así, a veces confundido con el "escabeche".





Y había tendencias, algunas derivadas de la tradición de la Corona llegada en forma de recetas conventuales con influencia europea como la llamada Ensalada de Noche Buena, usada en las comidas y cenas decembrinas.





En las ensaladas poblanas intervenía lo mismo la col y el chile, las cebollas, los ejotes, la coliflor, las lechugas con sus diversos apellidos, calabacitas, zanahorias, papas, nabo, rábanos, pepinos, borraja, verdolagas, espinacas crudas o cocidas y una variedad de frutas como el perón, la manzana, las moras o el membrillo, por citar algunos productos de la enorme lista registrada en los recetarios de principios del siglo XVIII en la Ciudad de los Ángeles.





Una hermana de su abuela tenía la más amplia reputación en preparar gelatinas, salsas y ensaladas con un toque muy especial. Aquella tía abuela usaba productos frescos, de temporada, y lo mismo mezclaba hortalizas y frutas de nuevo asentamiento en México o los productos mesoamericanos.





Uno de los ingredientes más privilegiado por ella eran los rábanos. A su pobre entender los consideraba de origen mexicano, pues ya sus abuelos los consumían.





En realidad en Puebla el rábano tuvo una presencia importante a raíz de la llegada del comercio de China, la famosa Nao atracaba en las costas del Pacífico, Acapulco de hoy, y los productos pasaban por las aduanas de Puebla de los Ángeles, pagaban impuestos en las "garitas" de la ciudad, fuente de importantes ingresos económicos, costumbres y productos del Oriente.





Como es sabido, reflexionaba el aventurero Zalacaín, los rábanos son de China, en su mayoría, también de Japón y se clasificaban por su color, forma y temporada de cosecha, los había pequeños y redondos, largos puntiagudos, otros más cilíndricos, algunos rojos por fuera y blancos por dentro y hasta de colores más oscuros y por tanto más difíciles de digerir. Los rábanos también eran clasificados en el pasado por la estación del año de su colecta, los había de Primavera, Verano y Otoño.





La tía abuela no lo sabía, los escogía por su color, entre más rojos, mejor para ella, los pequeños en forma de esfera eran para adornar, decía ella, pues les faltaba sabor, los largos con punta, eran de sabor más fuerte, los lavaba muy bien, los cortaba y metía a remojar en agua con un poco de sal o unas dos o tres gotas de limón, para, decía, "desflemarlos" y evitar así la mala costumbre del "eructo" después de ingerirlos.





Había en casa de la abuela de Zalacian siempre un platón con rábanos en agua a la hora de comer, eran como parte de la comida, un condimento fresco, masticable. Y a veces una ensalada aún hoy presente en la casa del aventurero elaborada con base en los rábanos, los nopales hervidos, algunas rodajas cortadas por la mitad de cebollas blancas, perejil, un toque de sal, vinagre del escabeche de jalapeños, y a veces rodajas del chile, aceite de oliva y orégano seco triturado con las manos en el momento de servirla en el plato.





Era una ensalada para toda ocasión, muy digestiva, muy fresca y siempre a la mano.





A veces agregaban aceitunas rebanadas, cuando había alguna visita importante. A Zalacaín le encantaba de niño hacerse un taco de esa ensalada antes de sentarse a comer.





Otra ensalada sencilla consistía en rebanar por lo alto tomates de bola bien lavados, colocarlos sobre un platón, aros de cebolla morada, encima como adorno, y al momento de presentarla en la mesa rociar un poco de vinagre de vino, mucho aceite de oliva y nuevamente aparecía el orégano seco y molido con ambas manos para vuelto polvo y dejado caer sobre el platón.





La estrella de la mesa en cuanto a ensaladas había sido, en verano, la de calabacitas con nogada. Una receta llegada a su familia por alguna parienta convertida en monja.





Pero la más extrañada de la mesa había sido una receta pasada de generación en generación y hoy prácticamente olvidada. Curiosamente también intervenía el rábano.





Una vez cocidos y picados y pasados por un recipiente con un líquido cuya combinación era el secreto de la familia, se exprimían y se revolvían con pera bergamota cocida, uvas, granada, vinagre y aceite; a veces se agregaban pasas, aceitunas y otros ingredientes de temporada.





Aquello era un manjar. Zalacaín recordaba el sabor de aquella "Bella Unión", así le decían en honor a la bisabuela a quien se atribuía su invento.





Zalacaín salió del columbario donde acostumbraba pasar a recordar a sus antepasados. Dos cosas le despertaron interés, una, en el atrio de la Iglesia se había montado un conflicto entre los padres de la novia ya en la puerta y un joven, por lo visto enamorado de la chica quien había optado por comprometerse con otro. El chico reclamaba y curiosamente citaba a uno los poetas preferidos por el aventurero, Rafael de León, uno de los últimos grandes de la generación del 27, andaluz, noble de origen, autor de más de 8 mil canciones, coplas y poemas, algunas de ellas escritas especialmente para los cantantes del momento, como: Ojos Verdes, La Zarzamora, A tu Vera, Ay Pena, penita pena, Y sin embargo de quiero, y por supuesto María de la O.





Pero el chico retomó algún párrafo de un poema de Rafael de León y Arias de Saavedra, Conde Gómara, Marqués del Moscoso y Marqués del Valle de la Reina, sevillanos colmado de títulos quien disfrutó de la vida tocando el piano para los marineros en las tabernas y enamorándose de los ojos verdes ladinos, "Profecía", sin duda de un gran impacto:





Me lo contaron ayer





las lenguas de doble filo,





que te casaste hace un mes





y me quedé tan tranquilo...





Otro cualquiera en mi caso,





se hubiera echao a llorá,





yo, cruzándome de brazos





dije que me daba igual.





Nada de pegarme un tiro





ni enredarme en maldiciones





ni apedrear con suspiros





los vidrios de tus balcones.





¿Que te has casao? -¡Buena suerte!





Vive cien años contenta





y a la hora de la muerte,





Dios no te lo tenga en cuenta.





Que si al pie de los altares





mi nombre se te borró,





por la gloria de mi mare





que no te guardo rencor.





Porque sin sé tu marío,





ni tu novio, ni tu amante,





yo fui quien más te ha querío,





con eso tengo bastante.





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Una cosa más provocó su distracción: una marchanta sentada en el quicio de la puerta del templo ofrecía quienes entraban y salían unas pequeñas bolsas con habas tiernas, verdes, de Cholula o de Esperanza, no lo sabía, por 10 pesos cada una; las habas verdes son el primer síntoma de la llegada de la Primavera.





Ese medio día Zalacaín preparó las habas tiernas, peladas, hervidas, mezcladas con angulas, camarones pequeños y unos huevos estrellados encima, tan solo para recordar los sabores de la infancia.





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