De Migas de Obispo, Calabazates y Colorados








El Rincón de Zalacaín


Jesús Manuel Hernández





Muy buena fama tiene ganada la ciudad de Puebla por la cantidad de dulces, recetas derivadas muchas de ellas de las monjas de conventos angelopolitanos, quienes recibieron las enseñanzas de sus pares de España. La confitería mexicana no podría haber sido ni puede entenderse ajena a la influencia ibérica.





En concreto la repostería angelopolitana es producto de la sapiencia y dedicación por siglos de las señoritas educadas en ese proceso desde 1531, quienes no tenían nada más de ocupación, salvo prepararse para ser buenas amas de casa.





Algunos recetarios antiguos menciona a Puebla como "la capital del azúcar" tal vez por aquello de la filigrana del dulce llamada "Alfeñique" y cuya trascendencia incluso se tiene a través de la arquitectura local.





Las monjas fueron el otro pilar donde descansa esta tradición y fama, en su caso no fue el ocio la razón de la práctica dulcera, primero fue para agradecer al Obispo, a los padres confesores, a los predicadores y bienhechores, a los proveedores y también para la venta pública o por encargo para ayudar a la manutención de los conventos.





Grande fue la fama de los dulces angelopolitanos. Mariano Arévalo responsable de la imprenta de Mariano Galván Rivera, publicó los tres primeros compendios facsimilares de El Cocinero Mexicano, obras muy bien cuidadas por el aventurero, descubren en sus líneas estas pretensiones de gran fama dulcera mexicana, no precisamente poblana, pero seguramente estaría de la mano.





Zalacaín recordó algunas líneas del capítulo dedicado a la Repostería: "... este ramo ha sido floreciente en América y la Europa no se desdeña de apreciar los dulces que de aquí se llevan. Dígalo si no, Madrid, que en su Puerta del Sol nunca faltan compradores de cajetas y calabazates americanos, siendo la mayor parte de ellos falsificados y fabricados allí mismo...".





El mismo recetario contempla la posibilidad si el destino y Dios quieren, "fata Deusque sinerent" publicar el "Arte completo del Confitero Americano", razón por la cual el editor se concreta a dedicarle algunas páginas a describir las tortas, las cajetas, las masas, buñuelos, bizcochos, hojuelas, pudines, gelatinas, gatós, cremas, antes, postres, dulces secos, compotas, conservas, cajetas, jarabes, helados, sorbetes, etcétera.





Todo eso constituía la repostería mexicana y angelopolitana antes de la influencia francesa, pues es bien sabida la inyección de nuevas recetas antes, durante y después de la intervención francesa en México, asunto muy vivido por los poblanos de 1862. Tema por demás simbólico respecto de la riqueza gastronómica local ante los invasores quienes quedaron sorprendidos del nivel de comida de los invadidos.





Puebla fue importante en la confección y producción de los panes dulces, bizcochos, buñuelos o migas dulces desde su fundación. El aventurero siempre había defendido el papel de los panaderos poblanos en las expediciones de los conquistadores al resto del Continente Americano, pues la facilidad de sembrar trigo, producir harina y lograr el sincretismo de las recetas locales y las españolas hizo de la Angelópolis el principal centro productor de pan, el oficio de panadero quedó registrado en el Ayuntamiento como uno de los más profesionalizados y de amplio reconocimiento.





La panadería poblana recibió además la autorización de "sellar" con una "pintadera" o sea de firmar el pan para evitar su falsificación, y según registros municipales fue una de las fuentes de ingreso de impuestos de la ciudad. Por tanto, decía el aventurero, los panes poblanos son famosos desde hace muchos años.





No hacía mucho el aventurero había recibido de un librero una copia de la revista número 13 de 2006 llamada THEOMAI donde se publicó un artículo de Luz Marina Morales, titulado "Trigo, trojes, molinos y pan, el dorado de la oligarquía poblana". El maravilloso y bien investigado texto inicia con una cita de un informe presentado por el "Ayuntamiento de la ciudad de los Ángeles al Consejo de Indias en 1537" y decía:





Sabrá vuestra majestad que en esta ciudad se coge el mejor pan que hay en todo el mundo... alcanza un valle por su término, que por su fertilidad, sanidad, grandeza y abundancia excede al ajarafe de Sevilla y a la vega de Granada, que se llama Atrisco y por sus excelencias se nombra el Val de Christo, de donde se provee el pan, bizcocho, harina y muy buenos tocinos y carnes todos los navíos,así como los que van para España, como para el Perú y las tierras nuevas del mar de mediodía".





El bizcocho poblano fue por tanto muy favorecido, famoso, con amplia demanda entre los marinos y soldados para sus expediciones pues por su calidad, aún estando duro era ingrediente básico para otros platillos. Zalacaín recordó entonces aquellas "Migas de Obispo". Una noche antes de consumirlas se dejaba en remojo una torta de pan frío y después de haber freído unos ajos en manteca, se metía la masa de migajón deshecha con las manos a freírse muy bien hasta poderse despegar del cazo de cobre; se añadían entonces los bizcochos duros, canela, clavo, algo de azúcar; vino blanco y agua de azahar; se adornaba con ajonjolí tostado. Una servilleta cubría el cazo y se dejaba así toda la noche. Al día siguiente se revolvía esa masa con huevos batidos, piñones, nueces. Una vez cocidas las migas se servían con canela y más azúcar.





Los recuerdos de ese día estaban relacionados sin duda por un obsequio aparecido en la cocina para el desayuno, una buena colección de panes "colorados", esa especie de pambazo dulce, a veces también en forma de concha azucarada y coloreada. Zalacaín prefería el tipo "pambazo" tal vez un poco más duro y con algunas semillas de anís incorporadas en la masa, pues al partirlos podían remojarse muy bien dentro de la taza de chocolate o café con leche para llevarlo a la boca. Las tías abuelas le regañaban de niño al hacerlo, lo consideraban falta de educación, pero a él le seguía gustando hacerlo, lo mismo reventar las yemas de los huevos estrellados o fritos con un buen trozo de torta de agua.












Los colorados o coloradas más famosas sin duda eran de Atlixco, donde probablemente hayan nacido pues su tradición es más antigua, no se trata de un pan como el angelopolitano, es más bien un pan en forma de tortilla inflada, igualmente sabroso y socorrido para los desayunos.





Las viejas recetas, de boca en boca, sobre cómo preparar las coloradas eran muy sencillas, harina con sal, algo de levadura, manteca, agua, semillas de anís, todo ello se integra muy bien, la masa resultante se deja reposar una media hora, se agrega el azúcar, ahora se hace con batidora, antes con una pala. La masa se corta en porciones de unos 100 gramos o más, según el tamaño deseado, se bolean, es decir se amasan y dan forma redonda con las manos, se palotean un poco, o sea se amasan y compactan, luego se estampan de gragea roja con azúcar y se dejan reposar para después meter los colorados al horno.





Esa era la receta heredada por los antepasados de Zalacaín de ¡¡Atlixco de las flores, donde reina la hermosura, donde las mujeres visten de zancón, para no recoger basura y donde los hombres se peinan a balazos y se rasuran a machetazos...!!




















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