Los camotes poblanos ¿un mito?






El Rincón de Zalacaín
Jesús Manuel Hernández


"Traga camote, no te dé pena; cuida tu casa, deja la ajena" (Refrán popular)






El silbato del improvisado vehículo convertido en horno de camotes y plátanos sonó fuera de la casa del aventurero. La tradición prácticamente desaparecida había constituido en el paso de los años uno de los ratos más esperados por las familias angelopolitanas cuando los postres caseros estaban ausentes y se recurría al llamado "carrito de camotes".







El sonido era inconfundible como también inconfundibles eran los productos ahí transportados, camotes blancos, de piel "color camote" y los plátanos machos, al horno, cocinándose en el transcurso del trayecto, pues ese cilindro antes contenedor de aceite o petróleo, acondicionado a un horno y montado sobre una estructura metálica con ruedas y un tuvo a manera de chimenea para dar salida al humo y por tanto a la fuerza generadora de la activación del silbato; debajo se colocaba la leña para dar calor al improvisado horno de donde salían charolas rústicas con los productos.





El vendedor a veces gritaba "caaaammooootes.... pláaaaaaatanos"; pero eso no era siempre necesario, el simple sonido del silbato bastaba para saber de su paso por las viviendas angelopolitanas.










La gente salía y pedía los plátanos principalmente, menos los camotes, les agregaban azúcar morena y a veces crema de vaca concentrada; con la llegada de la llamada "leche nestlé" el condimento derivado de la vaca se sustituyó y también el grado de dulzor.





Esta era la tradición más próxima del consumo del camote, tubérculo mesoamericano ausente de la lista de recetas de la gastronomía poblana por muchos años y cuya fama, curiosamente se debe más a los turistas, a los regalos de los poblanos y de los jerarcas eclesiásticos fuera de la ciudad, pues los habitantes de la Angelópolis no han tenido la costumbre de comer camotes, salvo en épocas de Todos Santos cuando el camote era uno de los ingredientes de los dulces de platón.





Zalacaín recordó la charla mantenida hacía algunos años cuando doña Carolina del Sagrado Corazón de María le había interceptado para preguntarle del tema y ambos llegaron a la conclusión del craso error del mote de llamarle a los angelopolitanos, nacidos en la ciudad de Puebla hoy de Zaragoza, como "camoteros"; una buena aportación sin duda la otorgó gratuitamente el fútbol.





Si bien el camote había estado presente en la tradición cultural de los habitantes del Nuevo Continente antes de ser evangelizado. Zalacaín recordó la figura de Cintéotl venerado como el dios del Maíz, un ser dual, a veces hombre a veces mujer y quien al crecer se da cuenta del sufrimiento del ser humano provocado por el hambre. Cintéotl aceptó el sacrificio como única forma de detener el sufrimiento de los hombres, por tanto decidió enterrarse él mismo bajo la tierra, sabedor de su renacimiento posterior. Después de su muerte de sus cabellos surgieron las plantas de algodón, de sus orejas y nariz salieron las semillas del frijol y el maíz y de la punta de los dedos diferentes especies de camotes. Así recordaba el aventurero el relato de esa parte de la mitología mexicana.





El camote fue registrado por Fray Bernardino de Sahagún entre los alimentos extraños a los europeos, pero no constituyó mayor interés en la descripción de cómo se consumía, por tanto, se entiende, pensaba Zalacaín, el camote estuvo siempre relacionado a la comida de las clases sociales menos favorecidas.





Al paso de los años y con la incorporación de la cocina conventual al comote se le descubrieron propiedades muy buenas al mezclarlo con algunas frutas, la piña por ejemplo fue una de ellas.





Las mesas de las familias poblanas ricas en dulces llamados de "platón" se vieron aumentadas con el dulce de piña y camote propio de la temporada de Todos Santos, junto al "Punchi" y otros de Membrillo y Calabaza, según da cuenta el recetario "El Cocinero Mexicano" de 1831: "Se muelen camotes y piñas en proporción de un real de los primeros para cada una de las segundas, mezclándose con libra y media de azúcar cada libra de las frutas molidas; se pone al fuego hasta que tome el punto de pasta y se echa en capas sobre otras de mamón, rociado con almíbar flojo revuelto con vino blanco, espolvoreándose la última con canela molida".





Otra receta era de una torta de camote con bizcochos duros, agua de azahar, azúcar y huevos; la masa se metía en una tortera embarrada de manteca a cocer en dos fuegos.





Alguna más empleaba el camote en los buñuelos: "Después de cocido el camote blanco, se muele y mezcla con harina para que tome consistencia, luego se le añaden dos yemas de huevo, se amasa todo, y estando de punto se hacen los buñuelos, que suelen tener la forma de rosquita, se fríen y se sirven con almíbar".





¿De dónde entonces viene la costumbre de los Camotes de Santa Clara?





Esa había sido la razón de la charla años atrás con doña Carolina del Sagrado Corazón de María sobre la participación de un obispo cuya fama fue cuestionada por el célebre Octavio Paz, en "Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe", asunto ya aclarado, después de la muerte de Paz, pues el obispo en cuestión, Manuel Fernández de Santa Cruz, escribió en 1690 una carta manuscrita a Sor Juan mostrándole su apoyo y contradiciendo con ello la presunta identidad de Sor Filotea como pieza del obispo para manipular a la "Décima Musa Mexicana", según consta en la llamada "Carta de Puebla" descubierta por el investigador Alejandro Soriano Vallés.





Y entonces Zalacaín recordó la participación del 12° Obispo de Puebla quien vivió en la Angelópolis 22 años, hasta 1699, en el tema de los camotes. Fernández de Santa Cruz acostumbraba visitar el Colegio de Santa María Magdalena, una de sus obras, en beneficio de doncellas y viudas. Fue ahí donde una de las monjas le preparó el dulce de camote y piña pero con una variante, pues el platón era difícil de transportar por el obispo a quien le entregó una especie de "huesitos" para llevarlos a mano, al obispo le encantó la idea y se volvió costumbre pedir para su casa y para regalo los "huesitos de camote y frutas".





La receta es recogida por escrito en 1831 así:





"Después de cocidos, mondados, molidos y rociados con agua los camotes, se pasan por un cedazo, y con otro tanto de su peso de azúcar, se hace almíbar clarificado de punto de cuajar en el agua; entonces se le mezcla el camote, meneándolo bien para que se deshaga y se vuelve todo a la lumbre hasta que tenga el punto de despegarse del cazo, añadiéndole un poco de agua de azahar. Así que está fría la pasta, se van labrando los camotitos, echándose azúcar cernida en la manos para que no se peguen".





Una receta más en el mismo libro decía: "A tres libras de camote, dos de azúcar, y se procede en todo como en la receta anterior; pero para formar los camotitos, se mojan las manos en vez de tener azúcar molida, se colocan sobre una tabla y se asolean; cuando estén duritos, se untan con melado subido de punto, para que se les forme costra. Se embetunan también con almíbar revuelto con azúcar cernida, bien batido y se unta con pluma".





Sin duda la última receta sería la más cercana a los hoy llamados Camotes de Santa Clara.





Al terminar su reflexión el aventurero se preguntó ¿habrá realmente algún poblano gustoso en comer los camotes? Sin duda no, ha sido un mito derivado de los encargos a las monjas por el palentino Manuel Fernández de Santa Cruz.





De hecho, pensó el aventurero, Puebla nunca se ha distinguido por ser productora del tubérculo, en cambio en Querétaro, cobró más fama el consumo del camote poblano y Zalacaín recordó el refrán: “¿Queretano camotero?: falso, hipócrita y frailero”.





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