Quintoniles y Yolixpa




Una larga, larguísima tradición culinaria seguía, por suerte, practicándose en casa de Zalacaín. En buena medida por la presencia de Rosa; la cocinera había heredado las enseñanzas de su abuela, la cocinera de las tías abuelas del aventurero, por tanto, los recetarios estaban en su mente.





A veces Zalacaín debía corregir tal o cual condimento o enseñarle el uso de algunos nuevos, pues Rosa, tradición de por medio, era incapaz de probar productos envasados, los prefería naturales, del día, decía ella.






Un día antes había llegado una parienta de Rosa, vivía en Cuetzalan, esa bellísima población enclavada en la Sierra Norte, herencia totonaca convertida y evangelizada al cristianismo por los franciscanos en el siglo XVI y desde donde le traían periódicamente algunos productos naturales adquiridos el domingo día del mercado.





Esa mañana Zalacaín había visto de lejos una botella tapada con un "olote", trozo del corazón de la mazorca. No era necesario preguntar sobre el contenido, se trataba de la tradicional mezcla de hierbas serranas conocida genéricamente como Yolixpa.





Los menjurjes de hierbas se transformaban en una infusión con alcohol de caña y agua en diferentes proporciones, según su uso, poderosísimo, a veces de 90 grados, intomable así, pero bueno para las friegas. Según el número de hierbas, a veces 13 otras 23 o 32, según tradición de las familias, tomaba tonalidades de claras a verduscas pasando por los esmeraldas.





El mejor Yolixpa debía ser casero, sin etiqueta, sin marca, sin haberse embotellado industrialmente, y ese era precisamente el adquirido por la familiar de Rosa.





Su uso estuvo cercano a la familia de Zalacaín por los padecimientos entre algunos de los ancestros de la diabetes, el sabor fuerte y amargo, decían, ayudaba a reducir el azúcar en el cuerpo y también calmaba el frío. Serían pretextos o no, el Yolixpa tenía fama de medicinal.





Pero no sólo había llegado la bebida, también una de las hierbas más socorridas de la sierra, los Quintoniles, encajados en la variedad de los quelites y cuyo olor una vez lavados era lo más parecido a la nariz desprendida de los aceites de oliva extra virgen, el olor del césped recién cortado envuelto en cítricos.












Las hojas habían cortadas a la perfección, dejándoles el tallo. El quintonil es la hoja de una hierba común, comestible, llamada Amaranto, con un haz verde intenso y un envés rojizo contrastante al colocar la hoja a contraluz.





Fray Bernardino de Sahagún recogió en su "Historia General de las Cosas de la Nueva España", obra también conocida como Códice Florentino, seis grandes formas de vida del reino de las plantas en Mesoamérica, los "quilitl" forman parte de la categoría donde lo mismo están el árbol, la hierba, el pasto, la flor y la planta medicinal.





Los habitantes de mesoamérica le llamaban de forma genérica "Quelites" a esas hiervas, verduras tiernas comestibles, donde aparecen una enorme variedad, a saber diría el aventurero a Rosa aquella mañana: la chaya, de donde se hace un agua fresca muy buena, el chipilín, de donde se hacen tamales, la pipicha, condimento indispensable de ciertos clemoles, la hoja santa o acuyo, indispensable en algunos pescados y frijoles, el pápalo quelite, imprescindible en las Cemitas, la hierbamora, la guía de chayote, y los quelites cenizos, de frijol o de venado y por supuesto los quintoniles.





A los españoles de la conquista e incluso a muchos mexicanos de hoy cuyos orígenes son distantes del campesino, les da temor comer la variedad de clemoles elaborados con los quelites, pues en su mayoría se trata de hierbas de aparición espontánea, producto de las lluvias, no son de cultivo, y crecen a un lado de los sembradíos de chile, frijol, maíz y se consumen tiernos pues una vez madura la planta el sabor es amargo. De ahí el calificativo despótico de "comida de pobres" dado a los clemoles y guisos de estas hierbas, por demás poseedores de una leyenda negra, los animales del campo las orinan y entre ellas se quedan los cabellos de las campesinas cuando los vuela el viento.





La parienta de Rosa contaba aquella mañana sobre las propiedades de algunas de esas hierbas. El pápalo quelite, por ejemplo se usa para los problemas del hígado. El alache, una hierba de unos 70 centímetros de alto, florece en septiembre y se come el tallo, la hoja y la flor y se le asocia con los remedios para reducir la tos, la gripe y para bajar la fiebre. Las flores se usan en el combate a la resaca, la cruda derivada del alcohol, se hace un te y se bebe como agua de tiempo.





Las hojas de Chaya, en casa de Zalacaín aún se conserva un árbol, se empleaban para mejorar la circulación, la digestión, la visión las várices y hemorroides y para bajar el colesterol; en Tabasco se recomienda para las funciones cerebrales y el combate de la diabetes y artritis. Toda una farmacopea detrás de la Chaya pensaba el aventurero.





La Hoja Santa, tan socorrida por la cocina veracruzana tiene además usos muy particulares. Las mujeres del campo la emplean fundamentalmente para combatir la infección de la matriz, la inflamación vaginal y, dicen, para ¡aumentar la leche de las mujeres en periodo de amamantar!





¿Y el quintonil? preguntó Zalacaín a manera de interrupción de la charla.





Pues su uso, dijo la parienta de Rosa, es recomendable para las personas anémicas, aquellas enjutas, pálidas, deben comer los quintoniles hervidos, les da fuerza a la carne y a los huesos de los hombres.





¿Y a las mujeres? insistió Zalacaín. Rosa se cubrió el rostro entre una risa con muestras de pena, sólo le faltaba el rebozo para cubrirse la mitad de la cara y dijo "pues se usa como lavado cuando el ciclo no es regular. O para hacer gárgaras y sacar las flemas".





Vaya descubrimientos había hecho aquella mañana.





Por lo pronto Zalacaín pidió a Rosa preparara el guisado de costillas de cerdo en salsa de chilpotle quemado y las hojas de quintoniles, un auténtico clemole, pensó el aventurero, digno de la Sierra Norte de Puebla.











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