#ElRincónDeZalacaín: El Convite de Níscalos




"Ah, sangre de cristo, cuánto ha que no te he visto..."






"Los primeros Níscalos del Otoño han aparecido en los bosques de nuestros pinares, su tonalidad rojiza se observa en los campos y las manos expertas han empezado a recolectarlos con sumo cuidado, de un sólo corte con navaja en el tallo y colocados cuidadosamente en una cesta de mimbre...






"Los ofreceremos en varias formas, respetando las tradicionales recetas, confitados, en arroz, en cazuela con garbanzos, en revuelto y una docena y media de variedades más para nuestra distinguida clientela... Sin dejar de contar, como siempre, los Ravioles rellenos de Boletus en Salsa de Níscalos... Los esperamos en el Convite de los Niscalos".





El texto leído por el aventurero Zalacaín le provocó unas inesperadas lágrimas. Un viejo amigo le había hecho llegar la invitación de un restaurante famoso por su dedicación al tema de las setas y toda la variedad de hongos de temporada. El Otoño había llegado y las copiosas lluvias habían despertado en los bosques la animosidad de los colores rojizos de la mano de los Níscalos.










Zalacaín había comido infinidad de veces esta seta silvestre, también llamada Robellón, cerca de la Sierra de Ayllón donde algunas mañanas había acompañado a los amigos a la colecta.





La primera vez en comerlos le sucedió algo extraño. El Níscalo posee una sustancia colorante, rojiza, cuya digestión al pasar por el riñón no siempre se elimina, por tanto al día siguiente de la basta comida del llamado Convite, la primera orina matutina le había parecido extraña, totalmente diferente a la habitual, como si estuviera contaminada por sangre o hubiera comido Remolacha, betabel en México. Extrañado, le contó a uno de sus amigos la experiencia y él y los demás soltaron las carcajadas. Esa es precisamente una de las repercusiones de comer Níscalos al día siguiente, la orina cambia de color.





Vaya con el Convite. Se hacía cada año, a veces cerca de Ávila, otras en una población pequeña llamada Coca, donde el castillo además merecía la pena visitar.





Y recordó la primera vez en asistir a esa reunión donde el cofrade mayor había disertado durante un buen rato sobre la capacidad de los seres humanos en convivir para comer, llevó la charla prácticamente a temas filosóficos y por supuesto la culminación fue exaltar la amistad en grado supremo.





Tenía por costumbre don Ignacio sentar a todos los convidados en una mesa redonda. Entre broma y broma señalaba "así no hay cabecera"; a lo cual el aventurero le aclaraba "la cabecera siempre será donde te sientes tú". Ambos reían y brindaban por la amistad. Ignacio se adelantó en el camino hacía algunos años.





Y recordó Zalacaín algunas ideas sobre el Convite. "Cum vivere", vivir a un pan y a un vino era el resultado de la experiencia social del ser humano a lo largo de siglos. Los hombres se reunían para cazar, para repartir el producto de la cacería, para preparar el fuego, para organizar las ceremonias religiosas, las guerras, las defensas, para celebrar.





Los ermitaños por el contrario renuncian a esa parte de la solidaridad con el otro, se alejan de la convivencia, de la participación en la mesa con los demás, por tanto, no comparten ni el vino, ni el pan, menos la amistad.





De ahí partía Ignacio y continuaba por varios minutos en torno al "Convite". Comparaba las reuniones de amigos con asuntos casi religiosos, pues, decía él, compartir el pan y la sal es el mejor ejemplo de la "común unión", la comunión, dentro y fuera de los conventos. Y contaba sus experiencias en alguna orden monástica cuando joven, donde hablar era algo si no prohibido sí limitado a ocasiones muy necesarias. Por ejemplo la Santa Misa, decía él, era la primera forma de demostrar la común unión, la forma de pertenencia a un credo y a la congregación religiosa, la segunda era en el Refectorio, el espacio donde los frailes compartían en la misma mesa su alimentación mientras escuchaban al orador en turno. Sólo los ermitaños, renuncian a ello, decía Ignacio.





De alguna forma, pensaba Zalacaín el llamado "Convite" había sido la mejor forma de transmitir la cultura de unos a otros, de aceptar las experiencias de los demás, pues en la soledad el ermitaño primero renuncia a la compañía y luego favorece lo crudo, desprecia lo cultivado y cocinado.





Ignacio ejemplificaba su alocución respecto de las prácticas religiosas y señalaba con animosidad cómo la "comunión" era la unión del ser humano con lo divino, mientras la "excomunión" el rechazo a compartir lo divino.





La otra disertación de Ignacio era acompañada del protocolo de la mesa. Para él las mesas donde se distinguía a los invitados notables eran chocantes, racistas decía, prefería la democracia en la mesa, "todos somos iguales ante Díos, por qué ser diferente en la mesa".





Y claro siempre había alguien con interés en hacer enojar a Ignacio y sacaba las normas del protocolo de la "precedencia", esa especie de jerarquía o de diferencia entre unos y otros a la hora de ser servido.





En las viejas familias poblanas se conservaba la forma de la cultura ibérica donde el abuelo o el padre tenían el sitio principal, le seguía la madre y los hijos varones de mayores a menores y después las mujeres o las tías, quienes incluso eran sacrificadas en ceder su lugar de la mesa ante la llegada de un invitado. Todo ello derivaba, según Zalacaín en la connotación adquirida en la Edad Media, o antes tal vez, del ejercicio del "poder". La persona con poder tenía siempre el mejor lugar, se le daban las mejores viandas, los mejores vinos y estar cerca de él era compartir el poder.





La razón de ser de un festín o un banquete era en parte mostrar el poder del anfitrión, económico y de convocatoria. Hubo épocas donde el anfitrión se sentaba en una mesa en una plataforma, por encima de los demás. Otras donde sólo el rey podía tener una silla con respaldo, el resto en bancos, de donde viene la palabra "banquete".





El montaje de la mesa cuadrada era para significar el centro de la atención sobre el personaje principal; las mesas imperiales, corridas, dejaban el espacio principal en el centro de la parte larga y se fabricó todo un protocolo de cómo sentar a los invitados según la importancia de cada uno en relación con el centro.





Las mesas ovaladas por el contrario, permitieron acercar a los convidados y las redondas rompieron con todo ello para dejar a cada quien en su propio valor frente y junto a los otros. Un ejemplo claro fue la mesa del Rey Arturo, donde todos eran iguales y casi nunca se sabía dónde se sentaría el rey, de tal forma la convivencia era siempre una sorpresa.





Ignacio citaba a la Última Cena como el ejemplo de la mesa redonda original, pese a la cantidad de pinturas donde se ve a Jesús, no rodeado de los apóstoles, más bien ellos alineados a su derecha e izquierda, pero Ignacio decía haber leído sobre el terma y defendía la mesa redonda como la de la última cena con Jesús, la misma, decía, usada después para depositar el Santo Grial en la casa de José de Arimatea.





Llegados a ese punto los amigos de Ignacio empezaban las bromas y todo concluía en levantar las copas, chocarlas y recordar el viejo brindis de la Legión, Zalacaín sólo recordaba esa parte donde dice "Ah, sangre de cristo, cuánto ha que no te he visto..."

























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