#ElRincónDeZalacaín: La boca: entre el gusto y el deseo




No era la primera vez para el aventurero en citar aquella frase “No hemos comido en la misma mesa”, al referirse a personas con quienes la intimidad jamás se había dado. Esa era, por lo menos en el pasado, una de las prácticas más comunes, sentarse compartir el pan y la sal sólo con quienes verdaderamente se tenía confianza y existía un común denominador para convivir.






Comer en soledad no era del todo placentero, reflexionaba Zalacaín. El escenario de la mesa es ciertamente propicio para la convivencia del ser humano con los alimentos, la fuente de la supervivencia y de la vida y todo ello en conexión con la sociedad, con la comunidad donde se pertenece, ahí donde existen los mismos valores, aficiones, interpretaciones.





Por eso se escoge para comer a quien tiene más o menos la misma cultura, por eso mismo se festeja, se corona un éxito individual o empresarial, un nacimiento, una boda, un cumpleaños o algo especial, con un banquete, con una reunión en torno de los alimentos y las bebidas, todo ello con la misión de alimentarse, beber, obtener felicidad y transmitirla a los seres queridos.





Los europeos se asombran siempre de la cordialidad de los mexicanos para recibir en sus casas a los extranjeros apenas conocidos y ofrecer “su casa” como una extensión de la del visitante.





En el Viejo Continente no sucede eso, las invitaciones son en las tabernas, bares o restaurantes, difícilmente a la casa del amigo, por más confianza y años de relación. Existe sobre este asunto un precepto y un protocolo, invitar a alguien a comer a su casa es compartir su intimidad, sus costumbres de hábitat, aceptar ser conocido en profundidad por la forma como se vive y cuáles los objetos de placer y deseo.





Hacía algunas décadas Zalacaín había leído un poco al filósofo Michel Serres, en la década de los 80 del siglo pasado apareció su obra “Le Cinq Sens”, Los Cinco Sentidos, donde además de explicar a los ya conocidos, el tacto, el gusto, la vista, el olfato y el oído, añade un “sexto sentido”, una especie de factor de unión de todos los anteriores y lo define como “El Goce” y lo enfoca a los temas de la vida sencilla, lo cotidiano, donde radica finalmente una especie de placer y confort para el espíritu y para el cuerpo donde además se produce conocimiento, se obtiene cultura.





Decía Serres “El goce por las cosas sencillas y valiosas de la vida reconfortan el alma le da un nuevo sentido y dirección al ser humano, convirtiéndolo en más humanista y menos materialista”.





Zalacaín había apuntado esa y otras frases, cual su costumbre, a fin de ponerlas de pronto ante los amigos y reflexionar sobre ellas, era una especie de ejercicio sobre si la amistad seguía siendo efectiva.





Sin duda Antelmo Brillat Savarin era el más profundo estudioso del tema del gusto, no en balde el pequeño libro de La Fisiología del Gusto había constituido uno de los más preciados, de los más valorados y consultados textos en sus manos por gracia de un excelente amigo y maestro de la gastronomía ausente ya de este mundo.





La segunda meditación del libro aparecido en 1825 en Francia está dedicada al gusto y en su primer párrafo aporta la definición: “El gusto es el sentido que nos pone en relación con los cuerpos sápidos, por medio de la sensación que estos causan en el órgano destinado a su apreciación”.





Más adelante el abogado Brillat Savarin reconoce dos usos principales del gusto: “ Primero, Nos invita, mediante el placer, a reparar las pérdidas continuas que experimentamos por la acción de la vida. Y Segundo, nos ayuda a escoger, entre las sustancias diversas que la naturaleza nos brinda, las que son apropiadas para servirnos de alimento.”





Curiosamente Zalacaín había anotado otras dos frases de Serres en alusión directa al órgano por donde se introduce el alimento y la bebida y donde se plasman los primeros gustos:










“Una boca ahuyenta a la otra, la del discurso ahuyenta la del gusto, la expulsa del discurso. La segunda lengua duerme; tímida se calla; recibe lo dado tanto mejor cuanto se olvida de su gemela”.





La conclusión de esa reflexión sin duda era el principio de esa sesuda interpretación sobre “no hemos comido en la misma mesa”.





Serres además citaba a la boca en relación a otro asunto, “El Beso” y decía: “El gusto es un beso que la boca se da por mediación del alimento de sabor”. Y de ahí partía en su consideración filosófica sobre la relación entre la primera experiencia de besar, de conocer al otro, de alejarse de la madre, del seno y obtener el segundo placer significativo de la boca…





Zalacaín se quedó meditando un poco sobre las últimas líneas leídas en el cuadernillo donde anotaba sus reflexiones y puesta en el bolsillo de la chaqueta para compartirlas con los amigos aquella tarde.





Algo había aún en el pensamiento sin completar la premisa a exponer, la boca además de ser el órgano por donde se introduce la comida y la bebida, donde la lengua actúa de varias formas, en el discurso y en el reconocimiento del sabor, también lo es del placer.





Y entonces le brincó la frase de Giséle Harrus-Révidi, la famosa psicoanalistas francesa quien había aportado también algunas consideraciones en una pobra aparecida por 1994 en París. Y dijo ella “Después del aprendizaje del gusto y del lenguaje, se realiza el aprendizaje del beso…”





Y cerraba la anotación con unas líneas del poema de Louis Wolfson:





Largos besos más claros que cantos





Pequeños besitos chupones





Que se diría os sorben el alma.





Buenos grandes besos de niños, ligeros





Besos danzarines como una llama





Besos que se comen, besos comidos





Besos que beben, bebidos, rabiosos,





Besos lánguidos y huraños





Lo que sí que te gusta, es, sobre todo,





¿Verdad? Las bellas boquitas…

























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