#ElRincónDeZalacaín: Manos dadoras de vida, gastronomía de Eloxochitlán




Texto y fotos de Jesús Manuel Hernández





Hacía muchas décadas Zalacaín había absorbido los olores de la leña en la hoguera para calentar las ollas y comales de barro. “La infancia te marca el paladar” había escuchado de algún familiar cercano, y sin duda esa premisa le había dejado una impronta imborrable.






Aquél medio día el aventurero volvería a oler, a ver, a sentir, a vivir los recuerdos infantiles frente a un grupo de mujeres cuyo sazón y dedicación a las artes culinarias se habían comprometido en comunidad a heredar las costumbres, las recetas de sus ancestros, tal vez centenarias, a las nuevas generaciones.





Después de seis horas de camino, el aventurero llegó hasta la comunidad llamada Cañada Rica, municipio de Eloxochitlán, donde la pobreza extrema es tan ancestral como sus costumbres.





Y la sorpresa fue mayúscula. Baberos y delantales, metates, comales, leña, humo, tamaleras improvisadas, adobos, gallinas y gallos sueltos, y una gran mesa a manera del centro del hogar, de la hoguera, donde los alimentos se habían preparado.





Sin duda la tradición oral en las costumbres alimenticias es importante, reflexionó el aventurero, pasar de boca en boca, de generación en generación, la forma de conseguir el alimento empleando las manos, cortando, moliendo, amasando; pero más lo es plasmar esa práctica en blanco y negro, una asignatura pendiente para la gastronomía poblana, concentrada sólo en los históricos recetarios.





Y así fue como se inició la aventura de aquél medio día donde un caldo de gallina con chayotes y otras verduras había reposado en la olla para saciar el apetito de los visitantes.





Al mismo tiempo iban sacándose los tamales, cuya elaboración fue contada y mostrada a Zalacaín.





Del maíz cocido, hecho nixtamal y molido se había obtenido la masa. Por separado los frijoles, negros como la noche, se habían hervido, cocinado y triturado en el metate hasta conseguir hacerlos otra masa.





Hábiles manos fueron haciendo bolitas con ambas masas y aplanadas hasta formar una especie “memela”. La anciana mujer colocó primero la de maíz, luego encima la de frijol, y así dos veces hasta formar una especie de torta de dos colores.





Luego cortó en cuatro el conjunto, como si de una proporción geométrica se tratara y cada cuarto fue amasado nuevamente para mezclar la masa con los frijoles y formar así un triángulo, ese sería el tamal a colocar en la hoja de planta recién arrancada y cortada en dos a partir del nervio principal. La masa se fue envolviendo hábilmente hasta cerrarse con la punta a manera de un amarre. Ese sería el tamal de maíz con frijol tradicional de esa zona de la Sierra Negra de Puebla.





Otro más se confeccionó a partir de la misma masa pero en el centro fue colocado un adobo de varios chiles molidos en metate, y luego trozos de pollo de corral, alimentado con granos de maíz, gusanos, hierba del campo. Esta masa se enredó en otra hoja, esta vez entera a manera de dejar la masa paralela al corte del nervio y con ello se conseguir, luego de cocido, una especie de línea divisoria del tamal, provocada precisamente por el nervio de la hoja.





Las tamaleras habían sido dispuestas encima del fuego horas antes de la llegada de los visitantes, cada una tenía dentro varios chiles colocados estratégicamente a fin de saber las señoras, quién los había elaborado y quién los había colocado, con ello no había posibilidad de confundir su elaboración y si algo salía mal se sabría de la culpable.





Unos frutos redondos como naranjas de cáscara dura fueron llevados hasta la mesa, ahí, otras manos las exprimieron, sacaron su jugo y se hizo el agua de sabor.





Mientras tanto, el metate era enjuagado para recibir porciones de masa y nuevamente unas manos hábiles tomaron la mano del metate y empezaron a moler, a sacar los surcos de masa para ser levantados y palmeados después, para conseguir las tortillas.





El comal de barro, lavado, calentado, rociado de cal, consiguió la temperatura necesaria y se dispuso colocar una a una las tortillas amasadas a mano, vigilando su cocimiento. El chiquihuite forrado de una servilleta bordada a mano, fue recibiendo las tortillas mientras los comensales tomaban sus lugares en la mesa. El caldo de pollo se sirvió, los tamales se fueron abriendo uno a uno, llenando los estómagos de los comensales, quienes ayudados por sus manos fueron ingiriendo uno a uno los alimentos, en una especie de ceremonia por la vida, donde la tradición, la sazón, la habilidad manual, se juntaron, danzaron, bailaron, se hablaron en náhuatl y español en torno de la comida, alimento de la vida.





Una gran experiencia para el aventurero, los tamales de frijoles y rancheros de la Cañada Rica, en Eloxochitlán, Puebla.





No más de 90 minutos duró la comida y la explicación, seis horas les esperaban de camino para regresar a la civilización.



















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