#ElRincónDeZalacaín: Las galletas de naranja


Durante una época de su niñez, el aventurero Zalacaín gozó de los postres caseros como pocos niños de su generación, había mermeladas, frutas en conserva, cajeta casera; la familia no le dejó convivir con las golosinas de bolsita o de marcas industrializadas; a lo más una buena dotación de caracoles de La Rosa, quizá algunos merengues callejeros, las gelatinas de frutas y colores y los flanes de la California, constituían la base del postre.

Las tías abuelas no eran muy buenas en la repostería, la abuela hacía maravillas de dulces de platón, pero la elaboración de pasteles o galletas no era lo suyo.

De ahí la importancia de la comadre Anita, una singular persona con raíces entre francesas y alemanas quien se había casado con un militar y tenía como cualidad envidiable la facilidad para hacer galletas y ofrecerlas con el té o el café, entrar a su cocina era transportarse a un mundo desconocido lleno de olores de mantequilla, especias, harinas, masas y el horno.

Unas galletas especialmente eran del interés del niño Zalacaín en aquél entonces. Y tenían como característica guardarse en unas latas coloridas, envueltas en papel encerado, se mantenían herméticas, libres de la humedad, habían de guardarse al menos unas tres semanas antes de consumirse, y la abuela llegaba a conservarlas más de un año, cuando la lata se abría despedía el olor de la naranja o el jengibre, según se habían preparado.

Las latas constituían un adorno en la casa, las había redondas y cuadradas y de diversos tamaños.

La señora Anita no confiaba la receta, pero siempre convidaba un detalle de obsequio principalmente al final del año, era una manera de demostrar el cariño por las amigas vecinas.

El militar fue cambiado de sede y la señora Anita desapareció, pero quedó su recuerdo en los paladares de los niños de la época.

Pasaron algunos años y Zalacaín encontró a una señora vendiendo galletas de corteza de naranja a domicilio, la curiosidad le animó a hacer un pedido y cuál sería su sorpresa, se trataba de una de las sirvientas del militar, quien al parecer había aprendido a hacer las galletas, ella les llamaba “Lebkuchen” y sin duda eran muy parecidas a las originales.

La señora Elia le contó parte del secreto al aventurero a quien reconoció pese a los años transcurridos.

En la elaboración intervenía la miel de abeja, el azúcar mascabado y mantequilla, sometidas a un hervor. La harina se mezclaba con un poco de bicarbonato de sodio, especias, sal, y la miel preparada.

A la masa se le agregaba ralladura de jengibre o trocitos de cáscara de naranja, según la galleta deseada. La pasta puesta en una charola era formada en un gran rectángulo y con un cuchillo se cortaban las galletas más o menos del mismo tamaño. El calor del horno hacía el resto.

Una vez frías las galletas eran adornadas con azúcar glass o no, según el gusto, después se guardaban en las latas y podían mantenerse así por varios meses.

En la casa de la abuela era común tomar un vaso de leche caliente con un par de esas galletas caseras, muy representativas de cuando la cocina era totalmente casera, cuando las galletas industrializadas no habían invadido el gusto de los poblanos.

Zalacaín había mantenido la relación con la señora Elia y cada mes le llevaba una lata de galletas, a veces de naranja, otras de jengibre y algunas más de especias.

El aventurero envolvía alguna de ellas, dura, muy dura, en una servilleta y se la metía en la bolsa de la chaqueta para ir al café. Para él era todo un lujo, pedir su exprés y sacar a escondidas una galleta de la señora Anita… un recuerdo del paladar de la infancia.

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