#ElRincónDeZalacaín: Romeritos y Ahuautle





“Todos los hombres comen; pero son pocos los que saben comer"


Balzac







Rodeados de una leyenda negra, los “Romeritos" han sobrevivido por siglos en la dieta mesoamericana. Anteriores a la llegada de los peninsulares, estas hierbas despreciadas en una época, consituyen hoy día una costumbre “sine qua non” para identificar la Cena de Navidad. Deben su nombre al enorme parecido con la hierba importada por los españoles, el Romero.





Pero no siempre fue así, discursaba el aventurero Zalacaín con quienes defendían la costumbre exclusiva de comerlos en épocas de Cuaresma, pues indiscutiblemente se vieron beneficiados de la gastronomía en tiempos de vigila por poderse mezclar con moles y clemoles propios de cada región del país, máxime con las variedades de mariscos secos, como los charales y los camarones convertidos en tortitas.





Por ser una hierba sivestre, surgida como regalo de la tierra sin cultivar, donde la siembra no se registra, sólo aparecen al paso del caminante en el campo, los romeritos fueron ubicados en un tiempo como un alimento contaminado, dañino al organismo por no tenerse el control en la higiene de su cultivo.





Lo mismo le sucedió a otro conjunto de hierbas comestibles mesoamericanas, como las verdolagas, los quelites y los huazontles.





Pero el pueblo mexicano ha sabido defender su consumo y ahora se les contempla dentro de los menús más sofisticados de la Cena de Navidad.





Las tías abuelas decían de ellos: “se limpian de todas sus raíces, y de la tierra con que suelen venderlos, se lavan y se ponen a cocer en agua con un poco de tequesquite blanco; después de cocidos se exprimen apretándolos entre las manos, y se ponen en una tortera mientras se dispone el guiso…”.





El platillo común a lo largo del año podía ser complementado con pipián rojo y nopales, o el llamado por las tías abuelas “Revoltijo” con papas cocidas, nopales también cocidos y camarones de buen tamaño.





Otro guiso más sofisticado eran los Romeritos con Tortas de Ahuautle, la hueva de las chinches de agua conocidas como “Axayácatl”, cuyo cultivo sorpendió a los epañoles en la Gran Tenochtitlán, pues en las orillas de los lagos se colocaban hojas secas de mazorcas y en ellas las chinches de agua depositabn sus huevos. Con el paso de los años alguno le llamó a esta variedad comestible el “caviar mexicano”, título disputado según otros criterios por los Huevos de Hormiga, los Escamoles.





Moctezuma y Cuitláhuac acostumbraban, según las crónicas del Códice Florentino, desayunar los Ahautles frescos, se los llevaban a diario y eran considerados alimento divino, pues se ofrecían a Xiuhtécutl, el dios viejo.





Alguna de las tías contaba mientras preparaban el Revoltijo de Romeritos las leyendas de su infancia, su abuela llegó a afirmar: “a las monjas desobedientes les castigaban en el convento haciéndolas comer las huevas de los insectos”; el comentario no era despectivo, por el contrario, se mencionaba como envidía de haber degustado tan maravilloso manjar no como premio sino como castigo.





En algunos recetarios antiguos, recordó Zalcaín, se menciona a los insectos y su hueva como el “amaranto del agua” en relación al tamaño y color del amaranto de la tierra.





Las huevas de la chinche de agua se tostaban en un comal de barro y luego se molían hasta convertirlas en harina y se mezclaba a veces con harina de camarón seco, y se hacían las tortitas a mano, con el huevo recien batido, si era de totola, mejor, afirmaban las tías abuelas.





La tradición de cenar los Romeritos con estas tortas sin duda atiende a la época cuando se obtenían los huevos, el Ahuautle, después de la temporqda de lluvia, se tostaban y guardaban en forma de harina y al haber constituido un alimento divino, los mesoamericanos cristianizados los consumían para venenrar el nacimiento del Niño de Dios, a fin de cuntas, el nuevo dios para ellos.





Con el paso de los años y la ausencia del Ahuautle, o la elevación de su precio, los romeritos siguen consumiéndose pero con las tortitas hechas sólo de camarón seco y a veces bañadas en Mole Poblano, Pipián o en algún mole de chile ancho; a Zalacaín le consentían de niño y le peparaban a veces un almuerzo, “ligero” decía la buela, donde el Ahuautle se mezclaba con pepitas de chiles, ajos asados, algunas especias, todo molido y revuelto con huevos del rancho en manteca de cerdo, se colocaba a manera de un revuelto en un plato extendido con frijoles refritos a un lado y a veces unas rajas de chile poblano recién guisadas con cebollas, y unos romeritos hervidos, a manera de guarnición, y unos trozos de pan de agua, la torta poblana, fritos en manteca…





Los amigos guardaron silencio ante tan sorpresiva receta, digna ciertamente de un almuerzo de los dioses, pues se acompañaba con una buena copa de champagne brut.





Y entonces Zalacaín citó a Balzac en su Fisiología Gastronómica publicada en La Silhouette en 1834: “Todos los hombres comen; pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir los hombres que comen y beben para vivir de los que viven para comer y beber. Hay infinidad de matices delicados, profundos, admirables entre estos dos extremos. ¡Mil veces feliz aquél a quien la naturaleza ha destinado a formar el último eslabón de esa gran cadena! ¡Sólo él es inmortal!".






















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