Las enchiladas y el tabaco







El Rincón de Zalacaín


Jesús Manuel Hernández




“Nunca vuelvas a encender, ni un puro apagado, ni un amor terminado”.



Carl Christian Becher, visitó México en el siglo XIX y consiguió relatar un conjunto de manuscritos compendiados en "Cartas sobre México: la República Mexicana durante los años decisivos de 1832-1833", enviadas a funcionarios de la hoy Alemania, donde explicaba entre otros aspectos el comportamiento de los mexicanos.







Particularmente dedicó un espacio a los poblanos, la carta número XV, narró su visita un domingo a la Angelópolis. Zalacaín tenía sobre la mesa un compendio de algunos de los visitantes a Puebla quienes habían relatado sus experiencias y de vez en cuando gustaba de releer las anécdotas de la contrastante sociedad de la ciudad.





Esa mañana habría "Almuerzo ligero" en casa de un sacerdote prácticamente en el retiro y quien era muy aficionado al pulque. Acostumbraba un sábado al mes reunir a un grupo, cada vez menor, de interesados en la historia y en la comida en torno a un par de jarras de pulque.





El grupo tenía entre otras normas aportar alguna nueva investigación sobre las peculiaridades del poblano del pasado.





Para el almuerzo se preparaban una variedad de platillos derivados de la masa y el chile, excelentes y clásicos acompañantes del pulque.





Zalacaín buscaba alguna nueva anécdota y encontró al alemán Becher quien el 15 de Enero de 1832 describe la invitación del Presidente del Consejo de Puebla a una reunión en su casa. Un cita de alto honor.





Becher relató haber visto en la casa del político por primera vez en México a las señoras fumar y participar en la reunión donde se hablaba de política.





Por lo visto a la mujer entonces no se le permitía tener trato con hombres extranjeros y menos hablar de política o hacer uso de prácticas de los hombres, como beber y fumar.





¿Sería eso la causa del asombro del Becher interesado sólo en los temas comerciales? Se preguntó el aventurero. Tal vez así fue, pues el distinguido visitante destaca las críticas de las poblanas a la actitud asumida por el general Santa Anna.





Pero fue más allá al describir cómo "una de ellas, elegante, sacó de entre sus senos un dorado mechoncito de tabaco y papel de fumar" y se lo ofreció.





Zalacaín soltó la risa y continuó leyendo el relato. Se detuvo nuevamente ante la descripción de la sala donde la reunión había tenido lugar. Becher relató su asombro sobre los sillones pegados a la pared lo cual impedía "formar corrillos" con lo cual la conversación se "torna torpe y lenta".





Recogió el texto y partió a la casa del Padre, un Carmelita Descalzo, de nombre Elías, quien acostumbraba el almuerzo después de la misa de 10.





Dos señoras ataviadas con su bata larga para proteger su atuendo de las salpicadas de aceite y salsa recibieron al grupo con un café muy caliente con algo de "pan dulce de Zacatlán" dijeron gustosas, "está relleno de queso". Zalacaín sonrió, mordió y lo hizo a un lado. Seguramente ese pan habría sido vendido como de Zacatlán, pero distaba mucho de ser el de la panadería de los Vázquez, cuya tradición casi de cien años aún perfuma las mesas y alimenta los estómagos en la sierra. Elaborado a la antigua usanza, emplea queso salado y un poco de pulque y se cuece en horno de leña.





Pero lo siguiente fue verdaderamente delicioso.





Las señoras habían preparado una variedad de "enchiladas" muy acordes al pulque a consumir. Sin duda la tortilla medio sancochada y la variedad de salsas estaban "mandas a hacer" para aquella fría, lluviosa, nublada y extraña mañana del Verano angelopolitano.





"Siéntense a comer los envueltitos" dijo una de ellas con el cabello peinado en trenza. "Los hay verdes, rojos y unos de chiles pasilla y ancho, le gustan mucho a don Elías", agregó.





El "almuerzo ligero" estuvo salpicado de anécdotas de las costumbres poblanas. La presentada por Zalacaín fue superada por otra relatada por el mismo padre Elías entresacada de los escritos de la escocesa Francisca Erskine Inglis de Calderón de la Barca, mejor conocida como Marquesa Calderón de la Barca, quien recogió en "La Vida en México entre 1839 y 1842" una serie de anécdotas sobre las costumbres nacionales.










Una de ellas le había asombrado en su visita a Puebla y destaca un proverbio entre los mexicanos "Si todos los hombres tienen cinco sentidos; los poblanos tienen siete". El relato del padre Elías estuvo salpicado de frases en doble sentido para intentar describir cuáles eran los otros dos sentidos descubiertos por doña Francisca.





Las enchiladas desfilaron. Un platón a la vieja usanza llegó a la mesa, la salsa verde recién hecha, las tortillas envolvían unos huevos revueltos, encima trozos de chorizo frito, rodajas de cebolla y rebanadas de aguacate; otro platón apareció con "envueltos" rojos adornados con pollo deshebrado; y al final un platón con las favoritas del padre Elías, tortillas con salsa de chile ancho y pasilla, espesa, y adornadas con queso añejo recién quebrado en el molcajete.





Frijoles aguados, guisados en Olla de Barro y los vasos de pulque completaron el llamado "almuerzo ligero" de esa mañana.





Zalacaín había llevado además unos cuantos puros habanos, traídos por un maestro de la arquitectura recién llegado de Cuba con tan preciado encargo.





Y procedió a encender el suyo, con las cerillas de madera a corta distancia de la punta del puro, mientras otro comensal había cortado la "perilla", sacado un encendedor y llevándolo al "pié" procedió a succionar y con ello lograr hacer penetrar el fuego al sufriente habano.





Quienes sabían del tema en el grupo callaron, los demás o se burlaron o despreciaron tal ceremonia.





Lentamente el fuego fue penetrando en el puro de Zalacaín, se empezó a formar una corola.





El aventurero, dueño del momento aprovechó para relatar sobre los envueltos y las enchiladas. A los unos les llamaban así las señoras de casas ricas, las otras, las enchiladas, era el nombre coloquial entre las cocineras, mozos, cargadores y clientes de las pulquerías.





A fin de cuentas eran lo mismo, tortillas del día anterior, sancochadas un poco en manteca o aceite, y bañadas en salsas usualmente picosas; la abuela de Zalacaín siempre recordaba meter la tortilla recién sancochada en la salsa caliente, y hacer el "envuelto" o la "enchilada" con los dedos, asunto muy molesto para las modernas cocineras quienes se quemaban las puntas de los dedos, pero eran más sabrosas y conservaban el calor.





Se reservó para otro almuerzo las recetas de la familia, verdaderos manjares y sólo le dijo al padre Elías en corto "la próxima vez nos vemos en mi casa, le haré las Enchiladas Coloradas con longaniza y huevo duro", el sacerdote saboreó el tlachicotón, abrió los ojos y dijo "pongámosle fecha".





La ceremonia del puro continuó, la corola de fuego se había completado y apareció una pequeña de ceniza muy pareja y blanca.





Mientras tanto el otro amigo ya había dado varias bocanadas al puro, de la misma calidad, marca y precio al del aventurero.





¿No lo vas cortar? preguntó alguno. Sereno Zalacaín respondió: "aún no, primero debe estar bien encendido".





Sacó un corta puros redondo, metió la "perilla" del puro y procedió a guillotinar. El amigo seguía fumando, sacando bocanadas de humo y golpeando el cenicero.





El aventurero llevó el puro a sus labios y sopló, sí, sopló, no absorbió. De la punta del habano salió un humo blanco, como para anunciar la llegada de un nuevo Papa.





¿No lo fumas sólo le soplas? volvió a interrumpir el preguntón.





Y Zalacaín respondió: primero se debe formar el "tiro" del puro, agrandar los ductos entre las hojas de la tripa para cuando "fumes" se queme lentamente el tabaco, de lo contrario -y volteó a ver al vecino- estarás fumando el tabaco ya quemado por el fuego del encendedor.





Dio la primera fumada, el humo seguía siendo blanco, mientras el del colega ansioso se tornaba negrusco.





Zalacaín consiguió mantener la ceniza completa del puro hasta la mitad de su tamaño sin ningún contratiempo. El vecino en cambio ya había intentado corregir la punta del puro, se había quemado disparejo e incluso una parte se había apagado, de nuevo usó el encendedor de gas.





Zalacaín observó y calló. La experiencia dictaba mantener silencio.





El padre Elías le pidió a Zalacaín una probada de su puro, la perilla estaba totalmente seca, no húmeda como la del vecino, no masticada, ni apretada, ni mordida, estaba entera, aún conservaba el sabor dulzón y salado del "alma" también llamada "Capote", la hoja usada para forrar la tripa del puro.





En cambio el otro puro apareció masticado, ensalivado y con un olor poco agradable. El apenado vecino reconoció su inexperiencia en el tema y todos lo condenaron por haber desperdiciado tan valioso habano.





Entonces Zalacaín trajo a la mesa aquella experiencia de haber aprendido a encender el puro en su adolescencia, rodeado de botes de tabaco, cortadores, cajas con humidificadores, termómetros y un sinnúmero de artefactos propios para transportarlos, de madera, de piel de canguro, de cordero, de cerdo...





Y pronunció la frase escuchada de uno de sus maestros de la vida: “Nunca vuelvas a encender, ni un puro apagado, ni un amor terminado”.





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