La Trufa: El diamante de la cocina




El Rincón de Zalacaín
Jesús Manuel Hernández


"Hace más tiernas a las mujeres y a los hombres más amables" 



Brillat-Savarin






Madrid, España.- Como cada año el mercado del Tuber melanosporum alcanza cantidades insospechadas a partir del mes de enero cuando los truferos hacen las subastas, en la feria de Abejar, Soria, por estos días, donde se fijan a partir de unos 650 euros el kilo.





No en balde se trabaja ya, supo ese día el aventurero Zalacaín en el hermanamiento de Soria con Alba en el Piamonte Italiano, la zona más famosa productora de trufa blanca.






Por fortuna los cocineros madrileños le acogen con singular cariño. Abraham García ese día le había sacado una trufa de unos 400 gramos más o menos, había pagado, dijo, cerca de 700 euros al vendedor, su gran volumen la hacía digna de fotografías por los comensales de Viridiana.





"Es fea, complicada de encontrar y cara como la madre que la parió..." diría Abraham a Zalacaín.





Su empleo en la cocina se pierde en la historia de la alimentación, estuvo relacionada siempre a las grandes mesas, a la cocina de la corte, algunos la citan como de mala fama por "provocar malos humores", así lo señaló en su Chronografie Michel Psellos quien le dedica una carta completa a la degustación del tubérculo descubierto por cerdos y perros.





Otra fama de la trufa negra o blanca es su contribución al deseo sexual, fueron usadas como alimento afrodisíaco.





A principios del siglo XV los recetarios de Centro Europa sugieren su consumo, pero es hasta principios del siglo XVII cuando se manifiesta la pasión por su consumo y entonces entre las clases sociales relacionadas a la monarquía se pone de moda su uso y hasta su abuso incluso al lado de las frutas grandes, es decir la trufa también se ingirió al final de la comida, de donde tal vez, pensaba el aventurero Zalacaín se había fomentado la imitación con esos bombones de chocolate negro llamados "trufas", en honor del "Tuber melanosporum".





No en balde Antelmo Brillat-Savarin, en su "Fisiología del Gusto", 1825, les dedicó en su Sexta Meditación un amplio espacio.





Zalacaín releyó algunos de los párrafos, quién mejor para redescubrir al tubérculo.










De las trufas:





Quien dice trufa pronuncia una gran palabra, que evoca recuerdos eróticos y glotones en el sexo que usa faldas, y recuerdos glotones y eróticos en el sexo que lleva barba.





Esa honorable duplicación proviene de que el eminente tubérculo no sólo es comestible como delicioso para el gusto, sino porque se cree que engendra una potencia cuyo ejercicio va acompañado de los más dulces placeres.





El origen de la trufa es desconocido: se la encuentra; pero no se sabe cómo nace ni cómo vegeta. Los hombres más hábiles se han ocupado de ello: se creyó conocer las semillas; y se prometió que se sembraría a voluntad. ¡Esfuerzos inútiles! ¡Promesas ilusorias! Nunca la plantación ha sido seguida por la cosecha; y ello acaso no sea una gran desgracia; porque, como el precio de las trufas depende un tanto del capricho, acaso se las estimaría en menos si se las encontrara en mayor cantidad y más baratas...





Los romanos conocieron las trufas; pero no parece que llegara a ellos la especie francesa de las mismas. Las que hacían sus delicias provenían de Grecia, de África y, sobre todo, de Libia; su sustancia era blanca y rojiza; y las trufas de Libia eran las más buscadas, porque eran a la vez más aromosas y delicadas.





Desde los romanos a nosotros hay un largo interregno; y la resurrección de las trufas es bastante reciente, ya que he leído varios recetarios antiguos que no las mencionan; puede decirse, incluso, que la generación del momento en que escribo ha sido testigo de ella...





Puede afirmarse que en el momento en que escribo (1825) la fama de la trufa está en su apogeo. No nos atrevemos siquiera a decir que hayamos estado en una comida donde no hubiera alguna cosa trufada. Por bueno que sea un principio, no se presenta bien si no va guarnecido con trufas. ¿Quién no ha sentido hacérsele agua la boca oyendo hablar de trufas a la provenzal?





Un guiso de trufas es un plato cuyos honores se reserva la señora de la casa; en una palabra: la trufa es el diamante de la cocina.





A continuación Brillat-Savarin escribe "De la virtud erótica de las trufas", su impacto afrodisíaco producto de una entrevista a "una mujer espiritual sin pretensiones, virtuosa y para quien el amor no es sino un grato recuerdo".





«Ha de saber usted -me dijo-, que en la época cuando todavía se cenaba, cierto día estaban en mi mesa, mi marido y un amigo suyo. Verseuil (así se llamaba el amigo), era un muchacho guapo que no carecía de talento y que me visitaba a menudo; pero jamás pronunció palabra alguna por la que pudiese calificarse de amante mío y si me hacía la corte, era tan encubiertamente que sólo una tonta podría enfadarse. En aquel día pareció destinado a acompañarme lo que estaba de hora de tertulia, porque mi marido iba a una cita sobre negocios y nos dejaba pronto. Nuestra cena, no muy grande por cierto, tenía por base, sin embargo, un ave trufada. Procedía del subdelegado de Périgueux y, entonces, era un regalo cuya perfección se da a entender recordando su origen. Sobre todo, las trufas eran deliciosas, y ya sabe usted que me gustan mucho; pero me contuve, y tampoco bebí más que una copa de champaña. Yo tenía un presentimiento vago de que aquella noche debía sobrevenir algún acontecimiento. En breve se fue mi marido, dejándome sola con Verseuil, puesto que no le daba mi esposo la más leve importancia. Giró la conversación, primero, sobre asuntos indiferentes, pero no tardó mucho en tomar un sesgo íntimo e interesante. Verseuil estuvo sucesivamente lisonjero, expansivo, afectuoso, cariñoso y, viendo que yo tomaba a broma tantas cosas bonitas, se mostró tan insistente que no pude equivocarme acerca del objeto de sus pretensiones. Desperté entonces como de un sueño y me defendí desahogadamente, porque mi corazón no se interesaba por él. Persistía con un movimiento que pudo llegar a ser completamente ofensivo. Me costó mucho trabajo apaciguarle, y con vergüenza confieso que sólo pude conseguirlo valiéndome de artificio para que creyese que no debía perder la esperanza. Al fin se fue y me acosté para dormir tranquilamente. Pero el siguiente fue el día del juicio y examiné mi conducta de la víspera, que encontré reprensible. Debí haber interrumpido a Verseuil desde las primeras palabras y no oír una conversación que nada bueno presagiaba. Debió mi orgullo haberse despertado antes, revestirse de severidad mi mirada; debí haber tirado de la campanilla, gritar, incomodarme y, por último, debí haber practicado todo lo que no ejecuté. ¿Pero qué quiere usted que le diga, amigo mío? Toda la culpa la echo a las trufas y estoy realmente persuadida que me dieron predisposiciones peligrosas. Si no renuncio a ellas por completo (que hubiera sido demasiada severidad), al menos nunca las como sin que el placer que recibo no vaya acompañado de cierta desconfianza.»





Una declaración, por muy franca que sea, no puede jamás formar doctrina. En consecuencia, he buscado indicios ulteriores, he reunido mis apuntes, he consultado a hombres que por su estado están investidos de más confianza individual. Reunidos en comisión, en tribunal, en senado, en sanedrín o en areópago, se ha dictado la siguiente resolución para que sea comentada por los escritores del siglo XXV: «La trufa no es un afrodisíaco positivo; pero en ocasiones determinadas hace más tiernas a las mujeres y a los hombres más amables.» Concluye el gastrónomo Antelmo Brillat-Savarin.





Zalacaín recordó entonces a Rossini quien alguna vez al describir a la trufa dijo de ella "La Trufa es el Mozart de los hongos".


















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