#ElRincónDeZalacaín: El Soufflé


La pregunta de aquella chiquilla apenas entrada en algunos años posteriores a su adolescencia le había vuelto de cabeza al aventurero. Zalacaín recobró el habla apenas unos segundos después pues en la mente surgieron cientos de vivencias en torno de un platillo considerado por muchos sólo como un postre, pero en realidad constituía en sí mismo una manera, una costumbre de comer de principio a fin, pasando por lo salado y derivando en el extremo del dulce.

De ojos vivarachos, cabello entre rizado y alisado y con algunos dejos de tinte para hacerla parecer mayor, la chiquilla preguntó sobre el mejor “soufflé” probado por el aventurero. No supo exactamente la respuesta, su paladar viajó desde Viena a Madrid, pasando por Roma, Alsacia y París y de pronto sus papilas gustativas experimentaron el recuerdo, salivaron para dar cabida a la comprensión de las ideas.

Pensar en el soufflé es dar espacio al Marqués de Nointel, el mayordomo de Luis XIV, y autor según la mayoría de los historiadores de la Salsa Bechameil, derivada de su apellido y sintetizada en Bechamel.

Luis se llamaba, y su competidor, François Pierre de La Varenne, presumía de haber conseguido elaborar la salsa para satisfacer el gusto de Margarita de Navarra.

La simpleza de la receta se basaba en mezclar prudentemente mantequilla, harina, leche, yemas de huevo y a veces un poco de queso Conté rallado. Esa era la primera parte.

El soufflé constituye el encuentro de dos pasos, primero la bechamel y después de bien batidas, el aterrizaje de las claras del huevo al punto de la nieve.

Todo lo demás lo hace el choque violento del calor del horno donde la clara de huevo respondiendo a las leyes de la física simplemente se infla, de ahí el nombre en francés, “souffler” significa “soplar”.

El soufflé puede ser salado o dulce dependiendo de los ingredientes, lo mismo se puede hacer de salmón, de pescado, de verduras y hortalizas, de frutos o con helado y bizcocho.

A lo largo de la historia ha sido famoso el soufflé al Grand Marnier, ese licor le aporta un gusto agradable y diferente, pero los hay de muchos otros sabores.

La abuela no fue muy aficionada a los soufflés, pero una comadre sí, y lo preparaba de vez en cuando, usaba la leche, azúcar, fécula de papa, yemas y claras de huevo, separadas y sabores como la vainilla, el limón o la naranja. Después de mezclar los ingredientes coronaba el soufflé con las claras bien batidas con un poco de azúcar glas.

Zalacaín le fue citando anécdotas a la chiquilla deseosa de aprender y contar con información para presumir a sus amigas.

El gran gastrónomo francés, Antelmo Brillat-Savarin tenía gusto especial por el Soufflé de Lenguas de Gato remojadas en ron y completado con mermelada de manzana.

Zalacaín empezó a enumerar los sitios donde según su memoria había conseguido probar los mejores soufflés. En Viena, por ejemplo, el aventurero no encontró un buen soufflé, tal vez por la fuerza de la Sachertorte en el Hotel Sacher, el pastel más emblemático de la ciudad.

Pero no podría decir lo mismo de París; en el número 36 de la Rue Mont Thabor, está el templo de los soufflés, y el nombre lo dice todo “Le Soufflé”, un restaurante fundado en 1961 a donde había ido a parar Zalacaín en 1970, ahí se hicieron realidad todos los deseos del grupo de aquél entonces al poder degustar de principio a fin un menú compuesto exclusivamente por soufflés. Los había de queso de cabra con espinacas, de alcachofa y bacalao con Roquefort, otro llamado Enrique IV con consomé de ave y setas, también de ternera a la bourguignon o de salmón y otros de pistache, Grand Marnier o chocolate para el postre.

Durante las muchas estancias de Zalacaín en la Ciudad Luz, Le Soufflé siempre ha constituido un cómplice de visita obligada.

¿Y en Madrid? Preguntó la chiquilla de ojos pizpiretos.

En Madrid, dijo el aventurero, un espacio destaca sobre todos los conocidos, Lhardy ha cobrado fama desde el siglo XIX por su Soufflé Sorpresa, el rey de los postres de la casa elaborado con base en la receta original llevada a Madrid por Emilio Lhardy el fundador de la casa y cuyo nombre traducido al español era “Tortilla Noruega”. Su éxito se debió a la demostración del físico Benjamín Thomson quien a principios del siglo XIX estudió cómo la clara de huevo batida al punto de nieve no conducía el calor; para ello flambeó al ron un helado cubierto de clara de huevo sin que se derritiera. Después Ambrosio Aguado, el pastelero de Lhardy conseguiría perfeccionar la receta y le dio el toque distintivo de la casa, se trata de un soufflé en cuyo interior hay un bizcocho y helado coronado por la clara al punto de la nieve y tostado al horno.

En todos los casos le dijo Zalacaín a la chiquilla, debe procurarse hacer el soufflé lo más cercano al tiempo de ser consumido, de lo contrario será digno del bote de la basura.







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