#ElRincónDeZalacaín: Secretos femeninos



Ya en otras ocasiones el aventurero Zalacaín había contado las experiencias gastronómicas del lado de la Señora Yamila, vecina y amiga de su abuela y quien todos los miércoles invitaba a los amigos de sus hijos a comer con apego a la tradición libanesa. Con ella el aventurero se aficionó al sabor casero, a la mezcla de las especias, a identificar el zataar libanés y diferenciarlo del palestino o del sirio, una tarea bien difícil incluso para ella.

Después de aquellas comidas rara vez Zalacaín consiguió llenar el paladar con apego a la memoria gustativa sembrada por la señora Yamila. Intentó inútilmente aficionarse a la comida del club libanés de la ciudad de Puebla e incluso probar las recetas de algunas familias avecindadas en la angelópolis y cuyo origen se remontaba a tierras libanesas.

Pero todo fue inútil. En el Centro Libanés la comida más bien se significaba por lo masivo y buen precio, de manos de un cocinero de origen español, distante, al fin y al cabo, de los sabores caseros.

Para comer buena comida libanesa el aventurero se trasladaba a la Ciudad de México por el rumbo de Mesones y Pino Suárez donde se localiza uno de los mejores restaurantes de cocina árabe en términos generales, se llama Al Andalus, ubicado en una casa rescatada de vecindad y convertida en todo un laboratorio para degustar el jocoque seco, el tabule, garbanza, berenjena, arroz con lentejas o fideos, tacos de col o de parra rellenos de carne de cordero, los kipes (Kepe) crudo o de charola y una infinidad de platos de carne y por supuesto la jarra de café árabe y los platones de dulces.

Los viajes a la capital del país no pueden ser tan constantes y además el marco de la calle Mesones 171 no es precisamente para ir caminando.

Por tanto, el aventurero Zalacaín continuaba su búsqueda de cocina libanesa con sabor casero. Y un buen día, el grupo de los “jayes”, jóvenes inmigrantes o hijos de inmigrantes de primera generación, decidió convocar a una especie de casting entre las mamás de los amigos conocidos para encontrar la verdadera cocina libanesa.

La paradoja era identificar a la poseedora de los secretos, sin duda depositados siempre de madres a hijas para conservar los puntos relevantes, definitivos para conseguir las recetas originales en cuanto a las costumbres de la familia, del pueblo, del origen, de la alquimia de los fogones y las especias diría el aventurero.

En alguna ocasión Zalacaín había leído en algún restaurante libanés dos versos en árabe, traducidos al español, el primero decía así:

“Ojalá que vuelva mi juventud,

para contarle mis penas por culpa de la vejez”

Y el segundo, adaptado a las condiciones del libanés residente en Madrid y con clara alusión a las croquetas ibéricas y en comparación con las croquetas vegetales del Oriente Medio:

“Ojalá que vuelva el falafel,

para contarle mis penas por culpa del chorizo”.

El falafel es un alimento, casi como antojito mexicano, digno de consumirse a cualquier hora del día y cuyos orígenes algunos sitúan en Egipto donde se le llama “taameya” y de donde habría sido llevado a la Península Árabe y se popularizó con los yemenitas quienes lo divulgaron y consiguieron posicionarse al encontrarse en varios puestos en las esquinas de diversas poblaciones donde la migración fluía, el falafel se convirtió en la comida rápida del Oriente Medio.

Hoy día el falafel es un plato nacional en Irak, Israel, Siria, Palestina y Líbano por supuesto.

En su elaboración intervienen las habas, garbanzos, ajos, cebollas, perejil, cilantro, un poco de harina, pimiento rojo picante, bicarbonato, pimienta negra, comino, canela en polvo, levadura… y el secreto femenino.

Su preparación es algo laboriosa, remojar, triturar, hacer una masa, dejar reposar, moldear el falafel, freír y dejar escurrir y enfriar. La señora Yamila, recordaba el aventurero usaba un artefacto de madera como una copa invertida con un mango largo, con la base presionaba sobre la masa para conseguir la forma perfecta de las croquetas libanesas y luego se consumían en pan de pita, con jitomate, lechuga, pepinillos, cebolla y la salsa de “tahina”.

Muchas otras recetas fueron demandadas por el grupo, pasando por el Hommos, puré de garbanzo, el Mdammas o pure de habas, el Muttabal Betinjan, también conocido como Baba Ganuj y cuya traducción al español es “puré de berenjenas o vicioso y coqueto”.

Por supuesto no podía faltar la ensalada de trigo compañera de toda la comida en las mesas libanesas, “La Tabboule”, heredada de los Omeyas y conocida en Al Andalus donde se asentó, los expertos no coinciden en su verdadero origen, pero existen estudios donde se demuestra su presencia en Alepo y Damasco, ambas ciudades de Siria.

Otros platillos seleccionados para las entradas fueron las aceitunas negras, el Shanklish, las hojas de col y de parra, y unas empanadas rellenas de carne. Mención especial mereció el Shanklish con un toque muy especial, elaborado con base en el jocoque, batido y puesto sobre fuego hasta quedar granulado, una vez frío se mezclaba con alguna especia de color rojo, quizá paprika, algunos libaneses residentes en México incluso emplean el chile piquín molido y trocitos de jitomate.

La tarea se completó, los “jayes” mandaron a hacer la comida con la señora May Habib Alam, originaria de Líbano y radicada en Puebla quien se ha dedicado los últimos años a transmitir la enseñanza de la cocina libanesa original a las familias poblanas.

Todo un lujo aquella comida, rodeada de anécdotas, de experiencias gastronómicas inigualables y salpicadas por los secretos femeninos de la cocina de May.

¡Chapó!








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